Llamar al pan el pan y que aparezca sobre el mantel pan de cada día;
darle al sudor lo suyo y darle al sueño y al breve paraíso y al infierno y al cuerpo y al minuto lo que piden; reír como el mar ríe, el viento ríe, sin que la risa suene a vidrios rotos;
Llamar al pan el pan y que aparezca sobre el mantel pan de cada día;
darle al sudor lo suyo y darle al sueño y al breve paraíso y al infierno y al cuerpo y al minuto lo que piden; reír como el mar ríe, el viento ríe, sin que la risa suene a vidrios rotos;
beber y en la embriaguez asir la vida; bailar el baile sin perder el paso;
tocar la mano de un desconocido en un día de piedra y agonía y que esa mano tenga la firmeza que no tuvo la mando del amigo;
probar la soledad sin que el vinagre haga torcer mi boca ni repita mis muecas el espejo, ni el silencio se erice con los dientes que rechinan: estas cuatro paredes –papel, yeso, alfombra rala y foco amarillento– no son aún el prometido infierno
que no me duela más aquel deseo, helado por el miedo, llaga fría, quemadura de labios no besados: el agua clara nunca se detiene y hay frutas que se caen de maduras;
saber partir el pan y repartirlo, el pan de una verdad común a todos, verdad de pan que a todos nos sustenta, por cuya levadura soy un hombre, un semejante entre mis semejantes;
pelear por la vida de los vivos, dar la vida a los vivos, a la vida, y enterrar a los muertos y olvidarlos como la tierra los olvida: en frutos…
Y que a la hora de mi muerte logre morir como los hombres y me alcance el perdón y la vida perdurable del polvo, de los frutos y del polvo