Una noche organizamos un gran bailongo para recaudar fondos para irnos a las comunidades a alfabetizar y hacer trabajo comunitario, con B.U.S.C.A. A.C.

Alguien nos prestó (o rentó) un gran terreno cerca de Fuentes Brotantes, compramos montones de cocas, ron y chelas.

Comenzó a llover y tuvimos que ir por una carpa inmensa, que montamos en medio de la lluvia.

«Hace años que no te veía asì, con chamarra, el pelo mojado y la lluvia escurriéndote sobre la cara», me dijo Chikara.

«Hace años que no montaba una carpa, junto a todo el equipo, con el viento y un tormentón encima», contesté.

El terreno era un lodazal, pero comenzaron a llegar muchas personas. Habíamos repartido mil volantes, en los CCH y las distintas universidades donde estudiábamos. Me dediqué a vender cervezas, cocas, recojer boletos. Creo que en algún momento hubo «un portazo» (y la gente entró sin pagar boleto).  

La música sonaba muy fuerte, no se oía nada más. Así que era hora de bailar.  

Un amigo me dijo «Esta niña me gusta, ¿podrías bailar con su novio, mientras yo bailo con ella?».

«Bueno».

El novio no era nada guapo, pero bailaba bien. Mi amigo bailaba y sobre todo platicaba con su chica.

Y yo baialba con su novio… ¡Qué bien bailaba!, ¡qué rico bailaba!

No quería yo dejar de bailar con él;

bailaba y bailaba, bailábamos en medio de un terreno hecho un lodazal,

y una carpa llena de lluvia.  

Después de más de 25 años me acuerdo de él; no de su cara, menos de su nombre porque no cruzamos ni una sola palabra,

pero sí de su cuerpo,

sus manos tomando las mías, su ritmo y su dirección sobre mi cintura,

mis caderas, mis hombros.  

«Está bien», dijo mi amigo, suspendiendo la tercera o cuarta canción que bailábamos. Ninguno de los dos quería parar, pero aquí estaba su novia frente a nosotros, esperándolo.

«Bueno», dijo  él, soltándome.

Todavía lo recuerdo como pareja de baile,

todavía me acuerdo de aquel baile,

en una post-tormenta y un lodazal en Fuentes Brotantes.